viernes, 21 de junio de 2013

EL HIJO DE OBA

Oba gobernaba sobre todas las cosas desde su brillante palacio en las alturas del cielo. Era tan enamoradizo como iracundo y caprichoso.

Disfrutaba en su morada rodeado de mujeres bellas, bondadosas e inteligentes. Entre ellas, sólo una, la más hermosa de la que habitaban en su reino, conquistó su corazón y le dio un hijo. Nació así un niño fuerte, lleno de luz, que crecía jugando en los jardines del palacio del cielo.
Nadie sabe exactamente qué sucedió ente Oba y su esposa, pero el caso es que un día tuvieron una enorme diputa. En un arranque de ira, el dios le arrebató el hijo a la madre, lo convirtió en pez y lo lanzó al río que atravesaba los jardines de sus posesiones.
El pececillo recién llegado no fue bien recibido por los demás peces:
--¿Quién es éste y de dónde ha salido?—preguntó un pez anaranjado.
--¿Por qué hemos de compartir con él nuestra comida?—dijo otro conocido por su glotonería.
Cada vez que el pececito abría la boca para comer, aparecía un pez más fuerte que él y le arrebataba el bocado.
Cierto día, un cardumen de peces se abalanzó sobre el nuevo y, a topetazos, lo empujaron hasta una grieta del fondo donde brotaba agua hirviente.
Al sentir cómo se abrasaba, el pececito gimió intensamente y los lamentos consiguieron conmover el duro corazón de padre. Oba sintió piedad, lo sacó del agua, volvió a convertirlo en niño y lo llevó de regreso al palacio. Para compensar su sufrimiento pasado, pensó en crear para él un universo de colores. 

Tomó un lápiz, dibujó un cielo y puso a su hijo en medio de aquel inmenso cielo azul. Llamó después a un perico y una perdiz, les ordenó que tomaran barro con sus picos y les indicó en qué sitio debían ir juntando el barro para formar la Tierra.

Luego Oba creó el mar, los ríos, los gusanos luminosos para que alumbraran las noches, los gavilanes, las ardillas, los monos, las iguanas, las tortugas, los peces…; y creó también las llanuras, las plantas, los bosques y las flores aromáticas.

Para adornar todas estas maravillas, organizó las nubes, los vientos y los rayos. Finalmente, convirtió a su hijo en Sol y le dio una compañera: la Luna.
Entonces, el Sol notó que faltaba alguien que disfrutara del mundo que su padre había creado. Bastó su deseo para que aparecieran el hombre y la mujer.
Como todo estaba hecho, el Sol volvió al cielo para darle calor a la Tierra. Desde allí pudo contemplar la belleza de todo lo creado y su perfección. A pesar de ello, sintió un profundo aburrimiento.
Entonces se acordó de la Luna.
Siempre que aparecía el primer rayo del Sol, ella escapaba. Decidió ir en su búsqueda y, tras mucho perseguirla sin encontrarla, acabó enamorado de un ser tan esquivo.
Un mediodía, por fin, sucedió el encuentro. La Luna, llena de amor, cayó entre sus brazos y, debido al calor, el velo que cubría su cara de nácar ardió. Sol y Luna se fundieron en un abrazo que duró unos pocos minutos. Después cada uno emprendió su camino por el cielo.
Así viven desde entonces: caminando separados, pensando en el momento en que volverán a reunirse.
Raras veces se encuentran. Cuando esto sucede, el abrazo sólo dura unos instantes, pero su amor es tan profundo que se olvidan de todo: el cielo se oscurece y, por unos momentos ninguno de los ilumina al mundo.

 
 

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